Colaboraciones Oconowocc: Colano
En un momento u otro, todos hemos pasado por la experiencia que supone acudir a un establecimiento hostelero para requerir sus servicios restauradores (o sea, comer o dormir).
Algunos, acostumbrados al trashumante trato que reciben por parte del dueño del bar de la esquina a poco que les hagan la pelota y les abran la puerta, se licuan como la sangre de cierto individuo momificado al que llaman santo (la trashumancia fue un invento de Alfonso X el sabio, canalizado a través de la mesta, que era una asociación de ganaderos castellanos, para llevar al ganado lanar a zonas optimas de pasto).
El problema esta cuando nos toca en suerte algún asesino del buen gusto, camuflado con traje de pingüino y con modales similares a los de un mandril.
En cierta ocasión por tierras manchegas, aparqué en uno de esos establecimientos, optimista como Don quijote en busca de buen vino y acomodo para sus cansados huesos. El mesonero no resulto ser castellano de noble cuna y mucho menos amigo de la limpieza, pues al entrar en el umbral mantuve dura lid con un ejercito de moscas que, cuales sarracenos paganos en negras hordas avanzaban. Mi compañero de viaje, pequeño como sancho y con desdentada quijada, a las negras hordas con sus manos espantaba.
Acertó a pasar la ventera, gruesa y maloliente hembra, de la cual aseguraban que por unos cuantos maravedís te aliñaba un guiso que al mismo Rey complaciera y que, a pocas jornadas de viaje ningún plebeyo o villano, de baja escuela o peores maneras, resistierase al buen llantar y mejor dormitar. (Volvamos al castellano actual) Bueno, la cuestión es que el matrimonio que llevaba el restaurante, a pesar de la propaganda antes mencionada, más parecían una pareja de presidiarios sin duchar que esforzados estilistas del guiso.
Mi compañero, que había firmado un armisticio con las infieles moscas, me animó a entrar argumentando que no hiciera caso de las apariencias, pues el conocía este lugar desde hacia tiempo. A pesar de que la relación con mi compañero de trabajo era bastante esporádica, y no sabía cuáles eran sus preferencias culinarias, siempre pensé que su aspecto de marinero con escorbuto no era fruto de una constitución delicada o de alguna oculta enfermedad; empezaba a temer que los castellanos guisos de aquella hacienda, más debían ser rancho de condenado a galeras que de cansado viajante en busca del anhelado reposo.
Confundido estaba con estas consideraciones, como el de la mancha cuando creyó entrar en un castillo cuando en realidad era venta, o confundiera al sucio ventero como señor del almenado edificio.
Puesto que no había a la vista gigantes de aspados brazos con los que mantener singular combate, decidí velar armas en los aposentos que se me ofrecían y llenar la tripa con los guisos de la señora del castillo.
Puse de condición a mi escudero que de no quedar satisfecho con el agasajo, acometiera el los gastos que del servicio derivara y guardarase los quebrantos y duelos para mas venturosa jornada.
(CONTINUARÁ)
